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Jue, Abr

Filantropía y opiáceos letales: la escandalosa historia de los Sackler

Estados
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El periodista Patrick Radden Keefe disecciona en 'El imperio del dolor' el auge y caída de una de las familias más poderosas de Estados Unidos y la señala como principal responsable de la epidemia de opiáceos que asola el país

(ABC).- «Cada vez que escribo sobre millonarios suelen enviarme a sus abogados, pero nunca como con este libro», reconoce Patrick Radden Keefe (Bruselas, 1977). Será que, después de todo, el periodista neoyorquino aún no se las había tenido que ver con millonarios de la talla de los Sackler, poderosa dinastía de empresarios y filántropos estadounidenses que buscaban la posteridad en las paredes del Louvre y el Metropolitan y, en vez de eso, se han encontrado con 'El imperio del dolor' (Reservoir Books), libro que los señala como causantes directos de la epidemia de opiáceos que asola Estados Unidos.

 

¿El vídeo que se viralizó hace unos días y en el que las calles de Kensington, en Filadelfia, parecían el set de rodaje de 'The Walking Dead' en pleno apocalipsis zombi? Los Sackler. ¿El súbito incremento de la demanda de heroína en Estados Unidos? Los Sackler también. ¿El medio millón de muertes por sobredosis de opiáceos en los últimos 25 años? Bingo: los Sackler. «Se calcula que en la actualidad hay más de dos millones de personas adictas a los opiáceos en Estados Unidos», apunta Radden Keefe.

Y el origen de todo, añade, hay que buscarlo en el OxyContin, un analgésico que ha generado nada menos que treinta y cinco billones de dólares en ingresos desde que Purdue Pharma, farmacéutica propiedad de la familia Sacker, lo lanzó al mercado en 1995. Sobre esas ganancias se consolidó una de las fortunas más asombrosas de los Estados Unidos, por encima incluso de las de los Bush, los Mellon y los Rockefeller, y se ideó un sistema de donaciones y mecenazgo que debía convertir a los Sackler en los Medici de su era.

 

Ahí está, o estaba, su apellido anudado a prestigiosas instituciones como la Universidad de Harvard, el Museo Guggenheim, la Facultad de Medicina de Nueva York, el Museo de Arte y Arqueología de Pekín, el Metropolitan de Nueva York… «Es la gran paradoja del libro: una familia que ocupa un lugar central en el 'establishment', que ha sido aplaudida durante décadas, y que tiene un modelo de éxito capitalista que también puede haber sido responsable de todo este sufrimiento», reflexiona el también autor de 'No digas nada', asombrosa y premiada reconstrucción de los 'Troubles', el origen del IRA y el clima de terror del conflicto norirlandés.

 

Como entonces, el periodista de 'The New Yorker' se ha embarcado en una investigación de más de cuatro años que cristaliza ahora en casi seiscientas páginas de absorbente no ficción. Una historia de ambición desmedida y opiáceos letales a la que Radden Keefe empezó a dar forma tirando del hilo del tráfico de drogas a través de la frontera mexicana. «Me interesaban los cárteles como negocio, porque además de una organización criminal son una gran corporación, y me fijé en que en 2010 desde México se empezó a enviar más heroína a Estados Unidos. La razón era un misterio para mí, hasta que descubrí la respuesta: había más demanda. Toda una generación de personas había empezado a consumir heroína porque antes tomaban opiáceos legales», explica.

De ahí al OxyContin había tan solo un paso, aunque aún faltaba llenar los huecos con la historia familiar. La cosa prometía, ya que antes de inaugurar la era de los opiáceos sintéticos, los Sackler ya habían empezado a ganar dinero a paletadas gracias a otro viejo conocido: el Valium. Ellos no lo crearon, pero fue Arthur Sackler, el mayor de los tres hermanos y cabecilla de la dinastía original, quien se encargó de diseñar su agresiva y fulgurante estrategia comercial. «Fue uno de los primeros creadores de publicidad y márketing farmacéutico; sabía que si querías vender un fármaco no tenías que influir en el paciente, sino en el médico», explica el autor. Con la fortuna en expansión llegó la pasión por el coleccionismo y la pulsión filantrópica: en 1967, por ejemplo, Arthur Sackler prometió donar tres millones y medio de dólares al Metropolitan de Nueva York para que el museo pudiese exhibir el templo egipcio de Dendur. Nacía el Ala Sackler y crecía con ella la fama de los hermanos Mortimer, Raymond y Arthur entre las altas esferas neoyorquinas.

 

Literatura y adicción

 

La auténtica revolución, sin embargo, llegaría con Richard Sackler, hijo de Raymond y responsable directo de lanzar el OxyContin, primo químico de la morfina y de la heroína. Después del Valium, la familia quería más. Lo quería todo. El primer paso, escribe Radden Keefe, sería «crear una literatura» que respalda que el nuevo fármaco era idóneo no solo para dolencias graves, sino que encajaba en «la gama más amplia posible de usos». Y ahí entraban desde el cáncer hasta el dolor de espalda. El segundo, convencer a los médicos de que el medicamento no creaba adicción. Y el tercero, enviar a un ejército de comerciales a vender con ahínco el nuevo producto por todo el país. «Ahora mismo, las zonas en las que Purdue Pharma invirtió menos en promoción de OxyContin hace 25 años registran menos sobredosis de heroína y fentanilo», sostiene el autor.

'El imperio del dolor', que se abre con una cita de Chesterton y un verso de 'Mother's Little Helper' de los Stones («doctor, please, some more of these») no duda en señalar a los médicos como cómplices necesarios («al fin y al cabo, son ellos quienes recetan los medicamentos, muchas veces seducidos por la farmacéutica», apunta) y pone en duda la fiabilidad de organismos reguladores como la Food And Drug Administration (FDA). «Si los Sackler estuvieran aquí se defenderán diciendo que ellos solo lanzaron un medicamento que había sido aprobado, pero en el caso del OxyContin, el funcionario que se encargó de homologar el fármaco y todas las frases que se utilizaron en su publicidad acabó trabajando para Purdue Pharma cobrando el triple. ¿Ilegal? No lo sé, pero seguro que es impropio», reflexiona el autor.

 

El desenlace de esta historia no aparece en el libro, sino que se escribió hace tan solo unos días en los tribunales, cuando se aprobó el expediente de quiebra y disolución de Purdue Pharma y la familia Sackler aceptó pagar 4.500 millones de dólares durante los próximos diez años a los cerca de 3.000 demandantes afectados por los estragos del OxyContin. «Creo que se han salido con la suya, ya que no admiten haber cometido ningún acto ilegal y el juez aceptó que no se les podrá encauzar por esta cuestión nunca más», opina Radden Keefe. Otra cosa, añade, es lo que pueda ocurrir con su apellido, lo único que Isaac Sackler pudo legar a sus hijos tras arruinarse durante la Gran Depresión y lo que con más esmero se habían preocupado de mimar, cuidar y escribir en las letras más doradas y brillantes posibles. «Se han pasado toda su vida luciendo su apellido, haciendo de él una marca, y ahora ese apellido está a la baja», señala.

Tanto es así que instituciones como el Louvre de París o la Serpentine Gallery de Londres han empezado a borrar el nombre de los Sackler de sus espacios y el MET estudia renombrar el Ala Sackler para eliminar a sus antiguos mecenas de la ecuación. «Para una madre cuyo hijo ha muerto de sobredosis no es mucho consuelo que a los Sackler les quiten el nombre del MET, pero aunque no sea justicia, sí que es alguna cosa», defiende.

 

O, como les dijo Isaac Sackler a sus hijos, «si pierdes una fortuna siempre puedes amasar otra, pero si pierdes tu nombre no hay manera de recuperarlo».