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Vie, Abr

ABIERTO DE AUSTRALIA... Djokovic renace para ganar su octavo Abierto de Australia

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El serbio parecía sentenciado ante Thiem, pero reacciona como una bestia, arrebata el número uno a Nadal y se pone ya con 17 grandes

(ABC) Si Wimbledon siempre ha sido de Roger Federer y París de Rafael Nadal, incuestionable el dominio en la hierba británica del suizo y en la tierra francesa del español, Australia es, para la eternidad, el paraíso de Novak Djokovic, campeón por octava vez en Melbourne al derrotar en la final al aspirante Dominic Thiem por 6-4, 4-6, 2-6, 6-3 y 6-4 en cuatro horas durísimas y catapultado de nuevo al número uno del mundo. Algo tiene Melbourne que enciende al serbio, ya de por sí volcánico y que se coloca con 17 Grand Slams a solo dos de Nadal y a tres de Federer. La lucha por ser el mejor de todos los tiempos no terminará jamás, y Djokovic dio esta vez la enésima lección de orgullo al resucitar en una pelea en la que estaba completamente acorralado. Llevó el duelo a la quinta manga, con la que nadie contaba viendo la superioridad de Thiem en la segunda y en la tercera, y ahí se expresó como el campeón que es. Una bestia, algo único.

Anunciado a bombo y platillo desde hace años como el relevo, Dominic Thiem estuvo a un pasito solo de abrazar un Grand Slam, brillante subcampeón del Abierto de Australia después de reducir a la más mínima expresión a un irreconocible Novak Djokovic durante buena parte de la cita. El serbio, como si fuera un principiante y no el gran dominador de las antípodas, quedó atrapado en sus nervios y se convirtió en un jugador timorato y menor, sin que por ello haya que privar a Thiem de todo el reconocimiento del mundo. El austriaco, 26 años, juega una barbaridad también lejos de la tierra. Por el camino, se ha cargado a Rafael Nadal y a Alexander Zverev, y le faltó un pelo para hacer lo propio con Djokovic.

El balcánico, sin que sepa muy bien el motivo, se quedó vacío a medida que avanzaba la velada. Expuesto a un debut exigente ante Struff, Djokovic fue creciendo como de costumbre en un torneo en el que dominaba con una autoridad asombrosa. Es, con casi total probabilidad, el tenista más tirano y autoritario cuando está bien, pero descubrió la magnitud de un Thiem valiente y entusiasta, un guerrero repleto de fuerza e inteligencia. Y eso que entendió desde el primer juego que la cosa sería bien distinta con Djokovic. En un visto y no visto, el de Belgrado se fue hasta el 3-0 sin apenas inmutarse, tal es su superioridad en el cemento azul de las antípodas.

Pero a este Thiem hay que reconocerle una resiliencia bárbara en este inicio de 2020 y hay que aplaudir su capacidad para recuperar ese break inicial que le condenaba. El centroeuropeo, con una derecha poderosísima, se apuntó el séptimo juego y de paso lanzaba un mensaje desafiante a Djokovic, que ya sabía que el camino iba a ser duro. No es para menos en una final de Grand Slam. El duelo ya estaba en el nivel esperado, con ambos tenistas regalando puntazos para la pasional grada de Melbourne. Thiem los cocinaba con esos golpes tan duros, un martillo pilón. Djokovic, con más variedad, buscaba ángulos y trataba de elevar la bola para incomodar a su rival. Era un partidazo.

En el décimo juego, ya de nuevo concentrado después de un lapsus de los suyos, Djokovic vio síntomas de debilidad en Thiem y le arrebató el saque de manera definitiva. En 52 minutos, y gracias a una doble falta imperdonable de su oponente, 6-4 para el defensor del título, aunque con sensaciones extrañas.

Lejos de encontrar serenidad con ese primer triunfo parcial, a Djokovic se lo llevaron los demonios en el tercer juego del segundo set. Empezaba con los gestos, con las miradas desafiantes a su palco, y se le cruzaron los cables de manera incomprensible. Estuvo siempre contra las cuerdas y, aunque salvó alguna que otra situación peligrosa, finalmente entregó su servicio con una doble falta. Había partido, claro que lo había.

En buena parte porque Thiem ha demostrado una capacidad de sufrimiento única, imposible darle por muerto porque siempre pone una bola de más. Ha adquirido una condición de competidor impresionante, recordando incluso al mejor Nadal, y no le perdió jamás la cara al partido, convencido de que podía. Por no intentarlo no iba a ser, así que mantuvo en ese segundo set un nivel altísimo mientras Djokovic perdía parte de su alegría. La grada, que tomó un claro favoritismo por el austriaco en esa fase, vibraba con el espectáculo.

 

Parecía que llegaba la reacción del serbio cuando, colérico, dejó sordo al personal de la Rod Laver Arena al recuperar el break, un grito de liberación y desafiante como pocos, un aviso a navegantes. Ahí estaba el depredador, muy vivo después de la tormenta, de nuevo enchufado con puños y buenos golpes, pero él mismo se perdió por el camino cuando, en el juego posterior, fue amonestado dos veces por consumir más tiempo del reglamentario entre el final de un punto y el inicio de otro, obligado a sacar con segundo saque. «Te has hecho famoso, bien hecho», le soltó Djokovic con toda la ironía al juez de silla mientras le daba golpes en el pie, algo que no se puede hacer.

Thiem, de todos modos, había hecho méritos más que suficientes como para apuntarse ese segundo set, muy acertado con los golpes paralelos y escapando de la trampa que le tendía su rival, quien abusó de los tiros al revés. Había dado un giro total el partido y Djokovic, por entonces, jugaba únicamente contra sus propios miedos, tan ofuscado que ejecutaba saques a velocidades ridículas. Simplemente, estaba fuera de la pelea y pareció renunciar cuando entregó dos servicios de manera consecutivo en el inicio de ese tercer capítulo. El campeón estaba más apurado que nunca.

Desde el desenlace de esa segunda manga hasta el 4-0 de la segunda, el serbio había perdido seis juegos consecutivos y, lo peor de todo, no daba indicios como para pensar en una reacción. Había implosionado, las piernas le andaban a ritmo de tortuga y sus impactos eran inofensivos. Al caer por 6-2 sin apenas ofrecer resistencia, se fue al vestuario en busca de un milagro. Necesitaba aire, necesitaba algo en lo que creer.

Subió el nivel en el cuarto set, imperativo el despertar de Djokovic para no irse antes de lo esperado. Por fin hubo un soplo de orgullo desde Belgrado cuando parecía del todo impensable que regresara a una final de la que pareció haber dimitido mucho antes. Forzó el quinto set, una prueba más de que siempre vuelve, y ahí dio un zarpazo nada más que noqueó a Thiem. El aspirante, tan cerca que lo tuvo, perdía la oportunidad de su vida.

El epílogo descubrió al Djokovic de toda vida, un devorador legendario al que Australia sienta de maravilla. Cuenta ya 17 grandes y se cuela en esa batalla encarnizada por tener más majors que nadie, un pedazo irrepetible de la historia del tenis. Djokovic siempre tendrá a Melbourne en su corazón, mientras que Thiem tendrá esta final en su cabeza durante un largo periodo de tiempo.